Las sociedades actuales exigen, cada vez con más fuerza, respuestas de los gobiernos ante los problemas sociales y las nuevas necesidades que surgen en entornos muy complejos. Esto supone uno de los mayores retos a los que se enfrentan hoy en día los responsables públicos, teniendo en cuenta que la transparencia y la responsabilidad deben convertirse en el eje básico de toda acción política y que la austeridad y la eficiencia son la base de una buena gestión y una obligación en un contexto de crisis económica como el actual.
Los síntomas de esos problemas sociales a los que se ha hecho referencia, son el punto de partida de la toma de conciencia sobre la necesidad de una política pública como respuesta del sistema político-administrativo a una situación de la realidad social que es juzgada como políticamente inaceptable. Es decir, tal y como establecen Subirats et al. (2012), toda política pública apunta a la resolución de un problema público reconocido como tal en la agenda gubernamental. Pero no todos los problemas sociales generan respuestas gubernamentales en forma de políticas públicas, aunque la falta de respuesta o inacción también podría considerarse como una política pública teniendo en cuenta que para Dye (2013) “una política pública es lo que los gobiernos deciden hacer o no hacer”.
De cualquier forma, como se apuntaba, ciertos problemas no generan necesariamente políticas públicas, sobre todo porque no están articulados debido a la falta de visibilidad de sus consecuencias, por la falta de voz o representación política de los afectados o porque sus efectos serán observables únicamente a largo plazo. También existe la posibilidad de que las alternativas de intervención pública no sean viables o no gocen del consenso necesario. Por otra parte, ciertas políticas públicas pueden interpretarse no como una acción colectiva para tratar de resolver un problema social, sino como un instrumento para el ejercicio del poder. Por tanto, como afirma Subirats et al (2012) se debe situar al Estado “en un punto intermedio entre la visión del Estado-ventanilla neutro y atento a todas las reivindicaciones sociales, y la del Estado cautivo y manipulado por un grupo organizado”. En definitiva, se podría decir que el volumen total de problemas que preocupan a la sociedad es más amplio que el de problemas que reciben atención por parte de las administraciones públicas. No todos los problemas detectados tienen la misma prioridad para los decisores públicos y sólo algunos de ellos tienen la entidad suficiente para convertirse en problemas públicos y pasar por tanto a formar parte de la agenda política (Tamayo Sáez 1997). Se convierten los problemas, de esta forma, en construcciones políticas cuya conceptualización dependerá de la percepción e intereses de los diferentes actores que participen en el proceso de definición de los mismos.
Establecido el momento en que un proceso de cambio o inestabilidad social se convierte en un problema ante el que debe responder el sistema político-administrativo, se puede definir la política pública, siguiendo a Subirtas et al. (2012) como
“una serie de decisiones o de acciones, intencionalmente coherentes, tomadas por diferentes actores, públicos y a veces no públicos[1] (cuyos recursos, nexos institucionales e intereses varían) a fin de resolver de manera puntual un problema políticamente definido como colectivo. Este conjunto de decisiones y acciones da lugar a actos formales, con un grado de obligatoriedad variable, tendentes a modificar la conducta de grupos sociales que, se supone, originaron el problema colectivo a resolver (grupos-objetivo), en el interés de grupos sociales que padecen los efectos negativos del problema en cuestión (beneficiarios finales)”.
Desde esta perspectiva de las políticas públicas como el conjunto de decisiones y acciones que lleva a cabo un gobierno para solucionar unos determinados problemas, puede entenderse que existe un proceso que se inicia cuando un gobierno o un directivo público detecta la existencia de un problema que, por su importancia, merece su atención y termina con la evaluación de los resultados que han tenido las acciones emprendidas para eliminar, mitigar o variar ese problema (Tamayo Sáez 1997). Los diferentes autores definen varias etapas dentro del proceso o ciclo de las políticas públicas, que se pueden concretar en cuatro etapas básicas dentro de las cuales, en algún caso, se podría hablar de fases internas. En la Figura 1 se muestra el ciclo de políticas pública definido tras revisar diferentes propuestas, cuyas etapas se comentan a continuación.
Figura 1: El ciclo de las políticas públicas. Fuente: Elaboración propia.
- Etapa de definición del problema, que a su vez estaría dividida en la fase de surgimiento e identificación del problema y la fase de incorporación del problema a la agenda política. En la fase de surgimiento, una determinada situación produce una serie de efectos tales como una necesidad, colectiva, una carencia o una insatisfacción que se puede identificar o bien directamente o a través de ciertos elementos que la hacen visible. Una vez identificado el problema, la incorporación del mismo a la agenda política, dependerá del tratamiento político que se le dé, en función de la percepción que los decisores públicos tengan del mismo por su mayor o menor presencia en los media, el conocimiento científico que se tenga del mismo, la difusión de informaciones, el lobbying, la visibilidad de los afectados, etc… (Subirats et al. 2012)
- Etapa de diseño de la política pública, dividida del mismo modo que la anterior en dos fases:
- Fase de formulación de alternativas. Una vez definido el problema, deben plantearse una serie de objetivos y metas relevantes a alcanzar, a partir de los cuales iniciar la búsqueda de alternativas (instrumentos y procesos), que debe pasar por examinar todas las soluciones posibles para el logro de las metas planteadas y analizar las consecuencias para cada alternativa de política con su probabilidad de ocurrencia.
- Fase de decisión de la alternativa más adecuada. Con las diferentes alternativas planteadas, el siguiente paso sería compararlas teniendo siempre presentes los objetivos y metas previamente definidas y elegir la solución cuyos resultados proporcionan un mayor alcance de los mismos, mayores beneficios con costos iguales o menores costos con beneficios iguales[2].
- Etapa de implementación de la política pública. En esta etapa se ponen en marcha y se ejecutan las alternativas o soluciones seleccionadas en la etapa anterior. Se lleva a cabo la secuencia programada de acciones[3] definidas en busca de los objetivos planteados. Generalmente se identifican dos modelos de implementación:
- Implementación como un proceso de abajo‐arriba (bottom‐up): El énfasis se desplaza hacia el punto de prestación del servicio: lo que ocurre cuando la entidad encargada de prestar un determinado servicio es determinante para el éxito o el fracaso de la política pública.
- Implementación como un proceso de arriba‐abajo (top‐down): Consiste en que una vez adoptada la decisión, ésta es ejecutada por las unidades administrativas correspondientes.
- Etapa de evaluación de la política pública. La evaluación se constituye como parte fundamental del ciclo de las políticas públicas pues funciona como retroalimentación del proceso ya que la intervención pública no concluye con la evaluación de sus resultados, sino que ésta puede dar lugar a una nueva definición del problema que originó el ciclo. En definitiva, la evaluación pretende determinar los resultados y los efectos de una intervención pública.
El ciclo o proceso de las políticas públicas establece, en definitiva, el camino de la acción pública y si se tiene en cuenta que Mény y Thoenig (1992) definen el análisis de políticas públicas como el estudio de la acción de los poderes públicos en el seno de la sociedad, se deduce que la evaluación, que forma parte del ciclo, está incluida dentro del campo de estudio del análisis de políticas públicas. Esta idea es compartida por una gran parte de los autores que se han especializado en el tema, en gran medida por el carácter multidisciplinar del análisis de políticas públicas. Wildavsky (1980) por ejemplo, afirma:
“El análisis de políticas públicas es un campo aplicado cuyos contenidos no pueden precisarse a través de lo que serían los limites propios de las disciplinas científicas, sino que será la naturaleza del problema planteado la que determinará los instrumentos que será necesario utilizar”.
Sin embargo, aunque la evaluación es una disciplina intrínsecamente unida al análisis de las políticas públicas, hasta el punto que forma parte de su corpus doctrinal (Ruiz Martínez 2012), en los últimos tiempos, la evaluación ha ido ganando relevancia como área de estudio particular, cuyo objeto de conocimiento es la acción pública, entendida ésta como el conjunto de decisiones, el proceso por el que se adoptan y su materialización. De hecho, Subirats et al. (2012) distinguen tres grandes corrientes del análisis de políticas públicas que persiguen finalidades diferentes sin ser por ello mutuamente excluyentes. La primera corriente de pensamiento relaciona el análisis de políticas públicas y la Teoría del Estado; la segunda se centra en el funcionamiento de la acción de los poderes públicos; la tercera y de más reciente desarrollo, se centra en explicar los resultados de la acción pública y sus efectos en la sociedad basándose en los objetivos que persigue y/o a sus efectos indirectos o no previstos, situándose claramente en la perspectiva de la evaluación.
[1] En el desarrollo de una política pública interviene una variedad de actores, gubernamentales y no gubernamentales. Los actores gubernamentales pueden pertenecer a uno o varios niveles de gobierno y administración: local, regional, estatal o europeo. Los actores no gubernamentales (como sindicatos, iglesias, asociaciones, organizaciones no gubernamentales, etc.) también pueden operar en distintos ámbitos: local, regional, estatal, europeo o internacional.
[2] Respecto del proceso de toma de decisiones que tiene lugar en esta etapa del ciclo de las políticas públicas, es importante considerar los diferentes enfoques existentes. Tradicionalmente se considera siempre un modelo racional tradicional de toma de decisiones pero el propio Simon (1957, citado por Tamayo Sáez 1997) concluyó que la aplicación del modelo racional puro de adopción de decisiones es impracticable en la realidad debido a la presencia de una serie de limitaciones que merman las capacidades del decisor. Lindblom (1959, citado por Parrado Díez 2007) propuso una interpretación distinta a la del modelo racional sobre cómo es el cambio y cuánto cambian las organizaciones. Su propuesta inició la escuela del incrementalismo. La base del incrementalismo se encuentra no en las metas ideales de la organización sino en las políticas presentes de la organización. A partir de ellas, los responsables públicos adoptan decisiones que suponen cambios incrementales o marginales. Como consecuencia, sólo se revisan unas cuantas alternativas y consecuencias, dado que las políticas actuales condicionan las soluciones incrementales susceptibles de ser practicadas.
[3] Respecto del proceso o ciclo de las políticas públicas, es interesante hacer un comentario a tener en cuenta. Se ha comentado que en la etapa de diseño de la política pública se plantean una serie de alternativas compuestas de instrumentos y procesos, es decir, se define el conjunto de acciones que se implementarán en la siguiente etapa. Es obvio por tanto, que toda política debe ser instrumentalizada para poder ser ejecutada. Esto significa, que una política pública podrá estar a su vez integrada por planes o programas (dependiendo del alcance de la misma) y que dentro de esos planes o programas se definirán una serie de proyectos o de actuaciones públicas. En muchas ocasiones, es complicado delimitar la frontera entre grandes programas públicos y políticas, pero teniendo en cuenta que la evaluación, desde su origen, y particularmente en el mundo anglosajón, ha estado ligada a programas (Merino Cuesta 2010), aquellas referencias que se hacen a evaluación de programas se pueden entender como sinónimo de evaluación de políticas aunque en realidad existan ciertos matices diferenciadores.