Almendros gigantes

Hay recuerdos que nunca se pueden olvidar; son situaciones vividas que quedan plasmadas en nuestra memoria, indelebles al paso de los años, y que de forma recurrente retornan a nosotros en momentos puntuales de nuestra vida.

Desde que empezó este mes de septiembre, hace 15 días, estoy en Madrid trabajando como becario de investigación en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la institución pública más importante de España dedicada a la investigación científica. Se trata de una estancia breve de dos meses pero que podría ayudarme a abrirme importantes puertas en un futuro. Del mismo modo que lo puede hacer la finalización del máster que a partir de octubre (mes en el que voy a estar a caballo entre Madrid y Alemania) voy a estudiar en la Universidad de la localidad alemana de Ansbach.

Todas las mañanas tomo la Línea 28 de autobús, que me lleva desde la Avda. Marqués de Corbera con Ricardo Ortiz hasta la Calle Emilio Muñoz con Santa Leonor, para seguir diez minutos a pie y llegar a la Calle de Albasanz donde se encuentra situado el CCHS. Al llegar al centro, recojo la llave de mi despacho en la portería y antes de llegar al mismo, en la tercera planta del ala derecha del edificio, junto al resto de instalaciones del Instituto de Políticas y Bienes Públicos, saco un café largo de la máquina que hay en el pasillo y que a esas horas de la mañana me sabe a gloria.

Esta mañana, justo al llegar al despacho y sentarme frente al ordenador, mientras removía el café, al ver mis manos sosteniendo el vaso, se ha producido uno de aquellos momentos de los que hablaba.

No sé bien que época del año sería, pero deduzco que podríamos encontrarnos en las primeras semanas de otoño, ya que creo recordar que mi padre estaba podando los almendros que crecían vigorosos en aquella fértil partida de tierra, que en el pueblo todo el mundo conoce como El Parral. Yo no debía tener mucha más edad que la que hoy en día tiene mi hijo, unos 11 años. Solía acompañar habitualmente a mi padre a realizar las labores del campo siempre que mis obligaciones escolares lo permitían, en fines de semana y vacaciones. Y solía ayudarle en la medida de mis posibilidades.

Ese día fue diferente. Había en El Parral un almendro seco que debía ser arrancado y reemplazado por un árbol joven, pues no se podía desaprovechar ni un pedazo de aquella tierra que año tras año ofrecía un magnífico rendimiento a la economía familiar. Lo habitual hubiera sido contratar a alguno de los vecinos del pueblo que en aquella época disponían de tractor (mi padre contaba entonces con un motocultor), para que mediante unas cadenas tirara del árbol hasta desprender sus raíces del suelo y de esta forma despejar el terreno. Pero contratar este servicio por un solo árbol, resultaba poco rentable y en estos casos, mi padre solía arrancar el árbol a mano, con azada y azadón. Con suerte, si las raíces no estaban muy profundas, la operación se podía demorar un par de horas. Pero en algunas ocasiones este tiempo podía aumentar considerablemente.

El hecho es que aquel día fui yo el que tomó la azada. Le dije a mi padre que yo arrancaría el almendro. Tras insistir en si estaba seguro, asintió y yo me puse manos a la obra. La batalla contra aquel almendro seco, que en ocasiones se me antojaba un gigante amenazador, cual molino de viento cervantino, fue agotadora. En repetidas ocasiones, mi padre me instó a dejar la ingrata tarea, a lo que yo me negué repetidamente, y al ver mi empeño y obstinación, sus requerimientos a abandonar la contienda, se tornaron en voces de ánimo. El sudor empapaba toda mi ropa, mis brazos se atenazaban a causa del esfuerzo de manejar una herramienta que me igualaba en altura y en mis tiernas manos cada vez aparecían más ampollas, por el roce con la madera del mago de la azada; pero yo apenas les prestaba atención, pues me centraba en derrotar al gigante.

Y lo vencí. Agotado y exhausto, al final de aquella mañana, observaba, henchido de orgullo, como el almendro Goliath yacía en el suelo derrotado. No voy a contar el recibimiento de mi madre cuando regresamos a casa y vio mis manos de niño llenas de ampollas. Evidentemente la mujer se enojó y reprendió a mi padre por consentir aquello. Pero él la acalló, explicándole con todo lujo de detalles, como aquel niño de 11 años había sido capaz de arrancar el almendro seco. Y yo, de pie junto a la puerta, con las piernas aún temblorosas por el esfuerzo realizado, lejos de sentir dolor en las manos o en los brazos, escuchando atentamente, sentía una enorme satisfacción sin saber exactamente porque.

Las manos que veía esta mañana, aun siendo unas manos robustas y fuertes, ya no presentan el aspecto áspero y rudo de hace unos años. Las ampollas ahora salen en el corazón por el roce de la distancia y el agotamiento, es más psicológico que físico. Este almendro seco que empecé a arrancar hace ahora 5 años, también me pilló a deshora, como aquel de los 11 años, y se me antojaba todavía más gigantesco si cabe. A punto estuvo de vencerme, al principio, cuando levantar la azada del estudio suponía un sacrificio que ya tenía más que olvidado.

Pero aquellas lejanas voces de desánimo que me llevaron a desviar mi camino para no encontrarme con este almendro gigante, se tornaron en el mayor de los impulsos al encontrarte a ti. Y ahora desde aquí, viendo el almendro ya tambaleándose, no me queda más que seguir cavando para volver a sentir aquella satisfacción de niño cuando esté de pie junto al almendro gigante en el suelo y contigo de la mano. Te lo debo.