El concepto de evaluación tiene muchas y variadas acepciones y ha evolucionado a lo largo de tiempo, existiendo distintos matices en función con el objeto de estudio y con el objetivo de la actividad de evaluación. De hecho, la disciplina de evaluación proviene de los países anglosajones, donde aparece bajo la rúbrica de dos acepciones sinónimas: assessment, cuyo uso se refiere a personas y evaluation, cuyo uso está referido a referido a políticas, intervenciones, programas, proyectos, etc… En español no se han mantenido estas distinciones de la lengua inglesa y se ha impuesto, con carácter general, tanto para personas como para cosas, el término evaluación. Así, se puede hablar de evaluación de una situación, evaluación del desempeño o del rendimiento, evaluación de los alumnos (ámbito educativo), evaluación económica, evaluación de proyectos de ayuda al desarrollo, evaluación de fondos europeos, evaluación de gobernanza, evaluación de calidad y, como no, de evaluación de políticas públicas.
Pero en cualquier caso, la disciplina de la evaluación va bastante más allá de la acepción genérica y común que se puede atribuir comúnmente al término. No en vano, la actividad de evaluación viene respaldada por décadas de práctica y por un notable volumen de literatura económica, social y política.
Tal y como hace Pérez-Durántez (2008), tal vez la mejor forma de definir el concepto de evaluación sea empezar por decir lo que no es o no debería de ser. En el contexto de la acción pública, desde luego la evaluación no debería ser un mero trámite adicional, más burocracia que añadir a la gestión pública. La evaluación no es una forma de medir o una colección de indicadores definidos aleatoriamente. La evaluación tampoco es un control de legalidad, ni fiscalización, ni una auditoría, ni una investigación, ni un seguimiento; aunque esté íntimamente relacionada con estas técnicas y en muchas ocasiones pueda integrarlas.
Entonces ¿cómo se puede definir la evaluación? Existen múltiples aproximaciones teóricas al concepto pero tal vez una buena opción sea revisar como definen la evaluación precisamente quienes evalúan, aquellos organismos referentes en el ámbito de la evaluación. En este sentido, se pueden tener en cuenta, por ejemplo, a las unidades de evaluación[1] de la ONU, de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (en adelante, OCDE) o del Grupo del Banco Mundial a nivel internacional; a la Comisión Europea, a nivel regional; o AEVAL a nivel nacional.
Una de las definiciones de evaluación más ampliamente aceptadas, es la que ofrece la OCDE (2002) según la cual, la evaluación es la
“apreciación sistemática y objetiva de un proyecto, programa o política en curso o concluido, de su diseño, su puesta en práctica y sus resultados. El objetivo es determinar la pertinencia y el logro de los objetivos, así como la eficiencia, la eficacia, el impacto y la sostenibilidad para el desarrollo. Una evaluación deberá proporcionar información creíble y útil, que permita incorporar las enseñanzas aprendidas en el proceso de toma de decisiones de beneficiarios y donantes. La evaluación también se refiere al proceso de determinar el valor o la significación de una actividad, política o programa”.
La aceptación de esta definición es muy amplia, pues se trata, sin duda alguna, de una definición que recoge muchos aspectos y matices de la evaluación. Un aspecto importantes que habla de apreciación, lo que implica la presencia de un cierto juicio de valor en el proceso de evaluación, algo fundamental pues, como afirma Merino Cuesta (2010) sin juicio de valor no hay evaluación, siempre que se trate de un juicio elaborado a través de un proceso cognitivo riguroso, que implique la movilización de un aparato crítico coherente y lo más pertinente posible. Al calificar esa apreciación de sistemática, la convierte en un proceso formalizado y respetuoso con una deontología particular que la distingue de trabajos afines. Define como objeto de la evaluación cualquier tipo de intervención y además en cualquier momento de la vida de la misma y también establece unos criterios de evaluación (pertinencia, logro de los objetivos, eficiencia, eficacia, impacto y sostenibilidad), fundamentales porque determinan los referentes para establecer el juicio de valor y enfocar la evaluación en un sentido determinado.
Tomando como base la definición de evaluación de la OCDE pero desarrollándola un poco más, la ONU (2005) la define como
“una valoración, lo más sistemática e imparcial posible, de una actividad, proyecto, programa, estrategia, política, tópico, tema, sector, área operativa, desempeño institucional, etc. Incide principalmente sobre los logros esperados y alcanzados, examinando la cadena de resultados, los procesos, los factores contextuales y la causalidad, a fin de entender los logros o la ausencia de éstos. Su objetivo es determinar la relevancia, el impacto, la efectividad, la eficiencia y la sostenibilidad de las intervenciones y contribuciones de las organizaciones (…). Una evaluación debe suministrar información basada en evidencia que sea creíble, fiable y útil, facilitando la incorporación oportuna de los hallazgos, recomendaciones y lecciones en los procesos de toma de decisiones de las organizaciones (…)”.
La Comisión Europea, a través de los trabajos realizados por Monnier y Toulemonde (1999) para su programa MEANS, definía la evaluación como el
“juicio sobre el valor de una intervención pública con referencia a criterios y normas explícitos (por ejemplo, su pertinencia, su eficiencia). Dicho juicio se refiere principalmente a las necesidades que han de satisfacerse por la intervención y los efectos producidos por la misma. La evaluación se basa en información especialmente recogida e interpretada para producir el juicio de valor”.
Vemos que, ya en este caso se insistía en la necesidad de existencia de un juicio de valor y también en la importancia de la definición de unos criterios de evaluación.
Para finalizar este recorrido de definiciones del concepto de evaluación se presenta la de AEVAL (2010), que define la evaluación de políticas públicas como
“un proceso integral de observación, medida, análisis e interpretación encaminado al conocimiento de una intervención pública, norma, programa, plan o política, que permita alcanzar un juicio valorativo basado en evidencias respecto a su diseño, puesta en práctica, efectos, resultados e impactos. La finalidad de la evaluación es ser útil a los decisores y gestores públicos así como a la ciudadanía “.
A través del recorrido a las diferentes definiciones planteadas podrían establecerse una serie de características y requisitos que debería cumplir la evaluación:
- Las evaluaciones de las políticas públicas pueden referirse a distintas fases de una intervención pública: diseño, implementación, resultados e impacto.
- Los mejores resultados se obtienen si se adopta una perspectiva integral, que contemple las distintas fases, y concibiendo la evaluación como una práctica institucional habitual.
- Debe garantizarse un proceso de generación de conocimiento sistemático y razonado, apoyado en evidencias, incluyendo un juicio valorativo.
- El juicio valorativo debe realizarse sobre la base de unos criterios explícitos (como pueden ser la eficacia, eficiencia, sostenibilidad o cohesión social entre otros) y con una finalidad de utilidad práctica que ayude a mejorar las decisiones políticas.
- La metodología de evaluación facilita el proceso de conocimiento y avala sus conclusiones.
- El proceso de evaluación debe aspirar a promover cambios en las intervenciones públicas que en última instancia reviertan en una mejora para los ciudadanos.
Además de los requisitos planteados, en el proceso de evaluación destaca la necesidad de una buena planificación, gestión y difusión de las evaluaciones. Un diálogo efectivo con retroalimentación con los gestores de las políticas y los solicitantes de la evaluación es uno de los puntos esenciales, pues promueve que estos actores se sientan identificados con la evaluación y por tanto acepten las conclusiones y consideren la aplicación de las recomendaciones de la evaluación (Pérez-Durántez Bayona 2008).
A modo de resumen, se muestra a continuación una definición de evaluación de políticas públicas, propuesta por Merino Cuesta (2010), un tanto compleja pero que recoge la práctica totalidad de aspectos reflejados en el presente apartado:
“La evaluación de políticas públicas se concibe como un proceso institucional que deberá adoptarse en todas las fases de la intervención pública, aplicando métodos sistemáticos y rigurosos de recogida de información, con el énfasis puesto en la comprensión integral de relación con los objetivos trazados, a fin de servir, tanto al aprendizaje y a la mejora gerencial de los servicios públicos como a la estrategia sobre decisiones futuras, fundamentándose este proceso sobre el juicio de valor respecto a la acción pública evaluada y basándose en criterios establecidos por los principales actores implicados, con la finalidad última de mejorar la sociedad y rendir cuenta de la acción pública a la ciudadanía”.
[1] Las organizaciones internacionales, por su gran tamaño, cuentan con unidades de evaluación que en cada caso tienen una denominación específica y unas funciones determinadas. Las particularidades respecto del tipo de evaluación que llevan a cabo, definida por las funciones y objetivos que cada una de ellas tiene, pueden verse reflejadas en ciertos aspectos de sus normas, estándares, principios, criterios o guías metodológicas. En cualquier caso, convencionalmente, toda esta documentación ha servido y sirve de referencia a muchas de las organizaciones y administraciones de nivel estatal e inferior para la teoría y práctica de la evaluación en sus ámbitos territoriales o sectoriales.