El director de la obra era exigente y algo excéntrico, sí, pero también ponía cuanto podía de su parte, mucho esfuerzo y todo el cariño del mundo, para que el resultado fuese el esperado. Llevaba más de 30 años encargándose de organizar aquel gran acontecimiento que transformaba la vida del pueblo durante la Navidad y los vecinos le tenían gran estima pues, además, durante el resto del año se encargaba de velar por su bienestar y comodidad.
A lo largo de todos esos años, las representaciones sufrieron cambios. Los inicios fueron complicados. El número de participantes era reducido, el director tenía poca experiencia y los recursos eran escasos. La gente del pueblo no se implicaba y el director, en numerosas ocasiones, tuvo que recurrir a amigos y conocidos para completar el plantel. Fue sonada la participación, durante varios años seguidos, de extraños personajes a los que el director lograba convencer para que actuaran como extras, ataviados, eso sí, con coloridos uniformes, capas de diferentes tipos e incluso con armaduras metálicas. Muy recordada es la presencia en aquella época de un individuo que agrupaba en su negra indumentaria todos estos elementos, lo que le confería un aspecto ciertamente inquietante, acentuado por la dificultad con la que parecía respirar tras la máscara que portaba. Curiosamente, el año pasado, el director lo volvió a invitar para una única representación, según comentó a los vecinos, para conmemorar una efeméride relacionada con su carrera.
El reconocimiento del público y la experiencia que el director iba adquiriendo, provocaron que la participación de los vecinos fuera cada vez mayor, y con ella, también el éxito. A la luz de este éxito, algunos de sus familiares empezaron a producir la obra y con los años, el propio director se convirtió también en productor. Gracias a esta financiación, las mejoras en el pueblo fueron cada vez más evidentes y ello repercutió, a su vez, en la calidad de las representaciones. En los últimos años, la obra se había convertido en lo más cercano a una superproducción, que transformaba el pueblo entero durante varias semanas. La necesidad de personal para la obra, provocó incluso que cada vez fueran más los vecinos que se trasladaban al pueblo a vivir desde poblaciones limítrofes. El renombre de la obra llegó a ser tal, que incluso algunos personajes famosos aspiraban a conseguir algún cameo en la misma. En este sentido, se estableció la costumbre de que cada año, una de estas celebrities, de actualidad por algún motivo determinado, apareciera en la obra mostrando su cara más personal e íntima de forma discreta y fugaz, al más puro estilo Hitchcock.
Ese año la Navidad estaba ya muy cercana y como siempre ocurría, el pueblo se sumía en un pequeño caos. El director había empezado a repartir indicaciones y todo debía estar perfecto para el gran estreno. Los días previos, los vecinos del pueblo corrían atareados de un lado a otro, preocupados por tenerlo todo listo a tiempo. La responsabilidad era enorme y nadie en el pueblo podía consentir que algo saliese mal. Había mucho trabajo y no demasiado tiempo: reparar vallados, acondicionar jardines, revisar el curso del río y el molino de agua, comprobar la solidez de los puentes, hacer recuento de animales, recoger suficiente leña para poner a funcionar hornos y forjas, etc… Y todo ello mientras cada uno se ocupaba también de preparar su papel y tener listo su vestuario.
Llegó la fecha del gran estreno y todo parecía estar a punto. El pueblo vestía sus mejores galas y cada vecino ocupaba su lugar. El director se disponía a presentar a todos el personaje principal, la estrella de la obra, alrededor de la cual giraba toda la trama. El guion exigía que fuera un niño, un bebe recién nacido. Por ello cada año, el director buscaba al bebé adecuado y esperaba hasta última hora para sacarlo a escena, en lo que era la culminación de los preparativos de la obra y el inicio de las representaciones. Pero…al disponerse a ello observó, sorprendido, que alguien ocupaba ya el lugar del niño. Con los ojos de par en par y boquiabierto, vio en la cuna a una pequeña criatura con forma de píldora amarilla, piernas muy cortas, vestido con un peto azul y un par de grandes ojos redondos, muy abiertos y cubiertos con gafas de aviador, que le conferían una expresión realmente entrañable.
Sin tiempo a articular palabra, la hija del director, una dulce niña de apenas 5 años, se acercó a su padre al percatarse de su sorpresa y con mirada de súplica le dijo:
-Papiiii…¿puede ser Bob el niño Jesús de este año…? Porfiiii…
Y justo en ese momento, cuando el padre acarició la cabeza de su hija, mirándola enternecido y asintiendo, y se dieron la vuelta dirigiéndose a la mesa del comedor donde todo estaba preparado para la comida, fue cuando los vecinos del pueblo entendieron que la dirección de la obra había cambiado de manos.