HISTORIAS PARA UNA CUARENTENA (II): «Y tú, arcadio, ¿cuál es tu oficio?»

Desde junio de 2010 soy miembro de la Filà Contrabandistes de la Serra Perenxisa de Torrent. Si algo nos caracteriza son los estrechos lazos afectivos que se establecen entre todos nosotros, la camaradería y la lealtad al grupo humano que conformamos. En este sentido, desde que allá por el 2006, el Leónidas interpretado por Gerard Butler, arengara a sus 300 soldados con la sencilla pregunta, «¡Espartanos! ¿cuál es vuestro oficio?», el simbólico y poderoso «¡AUU, AUU, AUU!» que estos respondieron simultánea y acompasadamente, se convirtió en nuestro grito de guerra más identificativo. De hecho, el visionado en grupo de la película de Zack Snyder, se convirtió en una especie de ritual de afianzamiento de aquellos valores, que repetíamos anualmente pocos días antes del inicio de las fiestas de Moros y Cristianos de Torrent, nuestras particulares Termópilas.

Hace unos cuantos años que ya no lo hacemos. Supongo que habremos madurado (un poco, al menos). Pero recuerdo que la primera vez que vi 300 con los 30 que aproximadamente éramos entonces, entre los múltiples chistes que surgían en relación con los diálogos de la película, lancé uno que tuve que explicar en aquel momento pues nadie entendió, pero que se convirtió en un “clásico” a partir de entonces. Segundos antes de que Leónidas interpele a su tropa con la mencionada pregunta para mostrar al general Daxos el carácter de su tropa, el líder espartano pregunta a uno de los hombres de este, «Y tú, arcadio, ¿cuál es tu oficio?». En aquel momento, suplantando a quien en el film se identifica como escultor, no pude evitar contestar, “¡Colombari!”.

La colombicultura es una actividad considerada oficialmente como deportiva, fuertemente arraigada en la Comunidad Valenciana, que para mucha gente es una mera afición y para quienes la practican, una pasión, una forma de vida. Mi abuelo era de estos últimos. Mi abuelo era “colombari”. Así, “colombari”, no colombaire. Y lo decía siempre con orgullo, con la boca llena. Mi abuela no lo llevaba tan bien. Esta actividad absorbe muchas horas (y cuando digo muchas, como en el anuncio de KFC, quiero decir muchas muchas) a quienes la practican, y obviamente esas horas se les quitan a otras actividades. Me consta que este conflicto familiar era y es habitual en las familias de los “colombaris”. A pesar de ello, en casa de mis abuelos siempre se expusieron, con mucho orgullo, todos los numerosos trofeos que los palomos conseguían en los concursos locales y regionales. Y es que mi abuelo fue “colombari” toda la vida y eso da para mucho.

Hablo de palomos y no de palomas, porque la modalidad que practicaba mi abuelo era la de la “solta”. En esencia, esta modalidad consiste en eso, en soltar un determinado número de machos (con diferentes pinturas en las alas para poder identificar al animal en los diferentes lances de la prueba y así anotar las puntos que va obteniendo) y una hembra (que se distingue por unas plumas blancas sobresalientes en su cola) y ver que palomo es capaz de llevarse a la paloma a su palomar, o al menos permanecer el máximo tiempo posible junto a ella, en pugna con el resto de los palomos. Un ritual de cortejo, vamos. Preparar a un palomo para ser capaz de conseguir este objetivo es una ardua tarea. No todos valen y no todos llegan a competir. De hecho, uno de los platos estrella de mi abuela era el arroz meloso con pichón.

Teniendo en cuenta esto, es posible entender los estrechos lazos que se crean entre el “colombari” y sus palomos. Un par de ejemplos ilustrativos. El primero. El apodo con el que mi abuelo era conocido en el pueblo era el nombre de uno de los palomos que más alegrías, en forma de trofeos, le había dado en las competiciones locales. El segundo. En mi vida, recuerdo haber visto llorar a mi abuelo muy pocas veces. Dos, probablemente. Y las dos por la muerte de alguno de sus animales. De hecho, en uno de los estantes del comedor de casa (y tengo la imagen grabada en mi mente como si la estuviera viendo ahora mismo), en un lugar destacado de la estancia, sobresalía la figura de un palomo buchón valenciano, erguido, soberbio, arrogante, de plumaje bayo, que mi abuelo ordenó disecar tras morir al golpearse en pleno vuelo con un cable de alta tensión. Nunca me han gustado los animales disecados, ni siquiera en los museos, pero este fue el mayor homenaje (y así lo entendí siempre) que mi abuelo pudo rendir al animal con quien tantas horas había compartido.

Durante unos años, siendo yo pequeño, me interesé por la colombicultura, y mi abuelo, orgulloso, me subía con él al tejado de casa, donde desde una rudimentaria plataforma hecha con tablones seguía las evoluciones de sus palomos durante las largas horas de “solta”. Nunca entendí bien como era capaz de “entrenar“ a los palomos, pero me fascinaba pasar el tiempo allí, junto a él, viéndolos volar mientras me explicaba lo bien que lo hacía “el blau”, las maneras que apuntaba “el moraxo” o lo que estaba costando que “el roig” entrara al trapo.

Una de aquellas tardes en las que me subía corriendo a la terraza cuando llegaba a casa del colegio, mi abuelo me esperaba con un palomo en la mano. Al verme, me lo entregó y me dijo: “este fumat és teu”. ¡Qué emoción! Me sentí “colombari”. El “fumat” era mi palomo. Esa misma tarde ya lo solté yo mismo. Seguía sin entender bien cual era mi papel, qué debía hacer. Pero me sentía responsable. Ese animal era mío, y debía cuidarlo y hacer de él un campeón, pues mi abuelo me dijo que lo iba a inscribir en el concurso organizado por la Sociedad de Colombicultura local. Obviamente, el trabajo “sucio” lo seguía haciendo mi abuelo pero me hacía sentir que los avances del palomo los conseguía yo. Y cuando llegó el día del concurso, mi “fumat” se clasificó entre los 10 primeros y conseguí mi primer trofeo. No cabía en mí de gozo. Hasta mi abuela, a pesar de todo, vino a la comida que la Sociedad organizaba ese día. Puedo recordar perfectamente su cara y la de mi abuelo cuando me llamaron para recoger el trofeo. Orgullo y alegría a partes iguales. A partir de entonces y durante muchos años, mi trofeo compartió estante con el palomo bayo de mi abuelo.

Durante un tiempo, seguí compartiendo horas con mi abuelo en el tejado de casa. Incluso empecé a acompañarle algunas veces a la sede de la Sociedad, la recordada caseta “Cabuda”. Allí conocí a “colombaris” tan apasionados como mi abuelo, “Marrí”, “Morcilla”, “Sargento”, Arcadio (sí, Arcadio)… Pero crecí y mis intereses cambiaron y las horas en el tejado cada vez fueron menos y mi abuelo envejeció y los palomos cada vez fueron menos. Ahora bien, los valores que mi abuelo me inculcó a través de esta actividad nunca han desaparecido, aunque tuviera que venir, muchos años después, un Leónidas americanizado para revivir estos recuerdos en mi interior.

Oficiales y peones

A mi abuelo, del que heredé,
entre otras muchas cosas,
mi “mapa” del mundo.

Hace muchos meses que no me asomaba por esta ventana. Lo echaba de menos, la verdad. Otras muchas cosas me quitaban el tiempo necesario para escribir en el blog.

Como propósito de año nuevo me he planteado, al contrario de lo que hacen otros, salir más asiduamente a fumar a este patio de luces virtual (y de sombras, en ocasiones) y dejar que todos aquellos vecinos “cotillas” (con todo mi cariño) que lo deseen, puedan escudriñar las reflexiones que, entre calada y calada, exhalo en forma de aros de humo.

Al hablar de tabaco siempre me viene a la cabeza mi abuelo materno. Desafortunadamente fumaba mucho, demasiado. Fumaba Celtas Cortos (sí, también cuando oigo cantar a Jesús Cifuentes me acuerdo de mi abuelo) de aquellos sin filtro, que me enviaba a comprar con 30 ptas. para que con las sobras me pudiera comprar un Cheiw Junior. Era un hombre serio y de pocas, pero muy acertadas palabras, como lo es la mayoría de la gente mayor curtida en la vida por las largas jornadas de trabajo y grandes sacrificios, para sacar adelante a toda una familia con muy pocos medios.

En mi infancia, uno de los mejores momentos del día, era sin duda, la hora del desayuno. Mi madre trabajaba y su jornada empezaba muy temprano, por lo que era mi abuela la que me despertaba para ir al colegio. El día comenzaba con la sintonía de La Saga de los Porretas y las aventuras de don Segismundo y continuaba con las noticias de Matinal Ser con Iñaki Gabilondo. Escuchar la radio por las mañanas era todo un ritual para mi abuelo. Recuerdo el disgusto que le supuso tener que deshacerse de su viejo transistor Selga, y su característica funda de piel, por no admitir ya más reparaciones.

Este no s’escolta igual, on vas a parar!– decía cuando entró en casa aquel radio-cassette Grundig con auto-avance, doble pletina y ¿¡FM!?.

Para mí, el ritual matinal consistía en sentarme a su lado y desayunar, junto a él, un plato de aquellas maravillosas sopas calientes de leche y azúcar con pan del día (o de la semana) anterior. Creo que en realidad, aquel extremadamente sencillo plato era lo único que mi abuelo sabía “cocinar”, pero a mí me sabía a auténtica gloria. De hecho, ya de adolescente, cuando compartía con mis amigos las primeras noches de fiesta nocturna, retrasaba a propósito mi llegada a casa (algunas veces, no tan a propósito) para hacerla coincidir con el momento en que mi abuelo se sentaba a desayunar sus eternas sopas calientes de leche y pan.

Yo tomaba cada cucharada justo al ritmo en que él tomaba las suyas y al observarme de reojo, una sonrisa asomaba en su rostro. De vez en cuando, alguna de las noticias que se escuchaban en la radio, le hacían levantar la vista y mirar al transistor, como si fuera el propio Iñaki Gabilondo el que estuviera sentado sobre la repisa del sencillo aparador, que conformaba el principal elemento del sobrio mobiliario de aquel salón.

“[…] y finalmente ayer 12 de junio de 1985, en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid, Felipe González, firmó el Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas, tras lo cual realizó las siguientes declaraciones […]

Las cejas de mi abuelo se alzaban en esos momentos, de forma que las profundas arrugas que cruzaban su frente, se remarcaban más de lo que ya era habitual y con una mezcla de sorpresa y extrañeza, lanzaba al aire una expresión tan valenciana como inhabitual en los tiempos que corren. pero que yo siempre llevo en mi memoria:

– Votoadéu!!

– Qué passa iaio?

– Qué vol dir eixò Daniel?

– Que Espanya s’uneix a altres països europeus per tindre més força, iaio.- Esta simple explicación es la que por aquella época nos daban en el colegio de tan histórico acontecimiento, y es la que le transmití a mi abuelo.

Sus cejas se relajaban tras las aclaraciones que yo, mejor o peor le podía hacer al respecto de sus dudas. Bajaba de nuevo la mirada, sonreía complacido, tomaba otra cucharada y entonces razonaba:

– Bé!, eixò no és roïn. Treballant en quadrilla la faena condix més. Però tots a una. Quan algú és posa galons… fa treballar als altres i ell només mira, malament!! Ara que… sempre hi han oficials i peons en una quadrilla…

Y así transcurría el desayuno hasta que llegaba el momento de salir de casa e ir al colegio.

Veintinueve años y medio después, frente a la pantalla del portátil en lugar de frente al transistor, con un café con leche en la mano en lugar del añorado plato de sopas calientes de leche con pan, he leído en la prensa del día:

“[…]la Comisión Europea presentará el próximo día 29 el informe completo que ha preparado junto con los expertos del Banco Central Europeo tras la última visita a España de la troika […]España abandonará oficialmente el programa […] Esta «salida limpia» no pondrá fin -pero sí relajará- la vigilancia […]”

Mis cejas se han alzado en esos momentos, de forma que las arrugas que cruzan mi frente, se han remarcado más de lo que ya es habitual y con una mezcla de sorpresa y extrañeza, he lanzado al aire una expresión tan valenciana como inhabitual en los tiempos que corren, pero que me ha venido a la memoria al recordar una mañana de junio de 1985 junto a un transistor y un plato de sopas calientes de leche con pan:

– Votoadéu!! Iaio, al final, peons!!

Sólo he echado de menos la sonrisa de mi abuelo.